Miguel tenía 18 meses cuando acudimos a la consulta de un neurólogo porque mi hermana, que siempre había trabajado con niños pequeños, le vio un retraso cognitivo. Contactamos con uno de los mejores neuropediatras de España que afortunadamente trabaja en la misma ciudad que nosotros, Pamplona. Acudimos andando desde casa Susana y yo. El día era gris, encapotado y había una ligera brisa que empezaba a ser fría. La sensación con la que llegábamos a la Clínica era de incertidumbre y algo de miedo, porque ya sólo el nombre de la especialidad del médico no te invita a pensar en nada bueno, sin embargo yo tenía la esperanza de que su retraso cognitivo se debiera a la hipoestimulación recibida hasta el momento y que con el tiempo recuperaría ese retraso.

El neuropediatra estuvo viendo más de hora y media a Miguel, le llamaba por su nombre, le enseñaba una cosa aquí, otra al otro lado, pero Miguel apenas le miraba de reojo sólo cuando se ponía muy pesado. No parecía interesarse ni lo más mínimo en los juegos del doctor.

Al final de la sesión ya teníamos un diagnóstico, aunque con reservas, debido a su corta edad, sobre lo que le pasaba a Miguel. Debíamos acudir a una clínica especializada en autismo. ¡Autismo!. El nombre nos cayó como un jarro de agua fría, pero no había que sufrir por adelantado, según el doctor, todavía el diagnóstico no era concluyente. “Vamos a que le vean en la clínica de autismo y luego ya veremos”.

Hasta entonces poco o muy poco sabíamos de autismo, pero lo muy poco que creíamos saber no correspondía para nada con Miguel. La mayor parte de su año y medio de vida Miguel se lo pasaba llorando o durmiendo, pero cuando no era así Miguel era cariñoso, muy cariñoso diría yo. Le gustaba que le apretujaras tu cara contra la suya, que le dieras abrazos interminables, que le comieras la cara besos…, y todo ello se lo permitía a todo el que quisiera hacérselo. En aquella época eso me parecía incompatible con lo que sabíamos de autismo.

La verdad es que tanto Susana como yo nos mantuvimos muy enteros durante los primeros meses, aunque en momentos puntuales uno u otro nos derrumbábamos. En esos momentos la pena te embarga, el nudo en la garganta no te deja ni tragar saliva y quieres llorar pero no puedes, ¿por qué un niño tiene que tener autismo?, ¿por qué narices, con la de tiempo que se conoce el trastorno, no se le ha puesto remedio?, ¿por qué yo, que soy su padre y daría la vida diez veces si pudiera, no puedo hacer nada para evitarle el diagnóstico?, al final lloras y lloras, muchas de esas veces mientras le acunas para que se duerma en su cuarto a oscuras mientras él grita como si le estuvieran torturando. Eso es duro, muy duro.

Pero en los momentos de tranquilidad piensas con la cabeza fría e intentando ser objetivo. La realidad es que los lloros, con la medicación que le ha recetado el neuropediatra y algunos cambios en su alimentación que podía estarle perjudicando, poco a poco remiten y si te fijas bien en él muchos momentos del día parece feliz. Con las terapias que recibe de Carmen y poco a poco las que le vamos haciendo nosotros enseñadas por ella, Miguel va respondiendo a su nombre y va haciendo caso a algunos juegos que le presentamos, cada vez mira más a los ojos y cada vez hay más momentos en el día que se le ve feliz. Y ahí está la clave. Lo que de verdad me importa es que Miguel sea feliz, si le veo reír me emociono, si le veo disfrutar con su hermana me lleno de orgullo, si veo que ha pasado un día estupendo estoy que no entro en mi camisa. Y al fin y al cabo eso mismo me pasa con Lucía, su hermana, y me pasará con las gemelas cuando sean un poquito mayores. Lo que debe importarnos es que Miguel pase el día de hoy feliz, mañana ya se verá. No vamos a pensar a largo plazo porque todavía, y al menos hasta los seis años Miguel, y todos los demás niños, están formando su cerebro y por tanto el mañana puede ser todavía mejor que el hoy.

La vida con un niño con autismo lleva mucho más trabajo, y por lo general tardas mucho en observar avances, pero cada logro que consigue, cada pasito que da hacia delante, te recarga la energía que necesitas para enseñarle durante meses. A día de hoy el diagnóstico temprano y las terapias y medicación en los primeros años de vida están favoreciendo mucho la comunicación e interacción de las personas con autismo con el mundo que les rodea.

A día de hoy, tenemos los medios suficientes para que nuestros hijos sean felices. No pensemos en otra cosa, sólo en que pueden ser, y van a ser, felices.

Fernando Romero Iribas